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Santiago, Chile. A cinco años de la meta global para cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, de la Agenda 2023 de las Naciones Unidas, el mundo enfrenta un escenario complejo donde se entrecruzan crisis climáticas, tensiones económicas y sociales, y una brecha digital cada vez más marcada. La pobreza extrema y el hambre todavía afectan a millones de personas y, en numerosos países, el peso de la deuda limita la inversión en salud, educación y otros servicios esenciales.

En este contexto, la Cooperación Sur-Sur Triangular es un motor de esperanza y de cambio en América Latina y el Caribe. Construida sobre la solidaridad y el intercambio de conocimientos entre países del Sur Global, esta modalidad de cooperación ofrece respuestas prácticas, innovadoras y ajustadas a las realidades locales, complementando los esquemas tradicionales de ayuda al desarrollo.

Las historias que presentamos para conmemorar el Día de las Naciones Unidas para la Cooperación Sur-Sur (12 de septiembre) muestran cómo la cooperación internacional, traducida en acciones concretas, transforma vidas. En Colombia, una familia indígena recuperó el cultivo del algodón con prácticas innovadoras y sostenibles; en Chile, una productora rural abre nuevas oportunidades para su negocio gracias a la transformación digital; y en la Amazonía colombiana, una comunidad indígena logró garantizar agua potable segura para sus familias mediante soluciones tecnológicas de bajo costo, replicables y adaptadas a las necesidades de las familias y territorios.

Cooperación Internacional Brasil-FAO

En Coyaima, Tolima, la familia Timote Chila —Eduvin, su esposa Alix y su hijo Armando—, agricultores indígenas Pijao, encontró en el algodón una forma de rescatar su cultura y mejorar su vida.

En 2017 se unieron al proyecto +Algodón Colombia, una iniciativa de cooperación Sur-Sur entre la FAO y el gobierno de Brasil, por medio de la Agencia Brasileña de Cooperación (ABC), y de Colombia, por la participación del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural (MinAgricultura), que les permitió transformar una hectárea de su finca en la Unidad de Cultivo Piloto “Los Braciles”. Allí combinaron saberes ancestrales con prácticas sostenibles e innovaciones agrícolas.

Con el acompañamiento técnico de FAO, el conocimiento y experiencia de instituciones de Brasil y los conocimientos de equipos técnicos y de agricultores y agricultoras de Colombia, aprendieron  a recuperar la calidad del suelo mediante la asociación del algodón con el sésamo, a reducir el uso de químicos gracias al control biológico de plagas y a usar tecnologías adaptadas, como la sembradora rotativa. El resultado fue contundente: duplicaron su producción y extendieron los aprendizajes a las ocho hectáreas restantes de la finca, alcanzando cosechas de más de 20 toneladas.  Otros productores y productoras se encuentran replicando este conjunto de prácticas.

El impacto fue más allá de lo productivo. La familia fortaleció su seguridad alimentaria con la disponibilidad de maíz y hortalizas para el autoconsumo, compartió conocimientos con su comunidad y vio cómo otros productores se animaban a volver al cultivo del algodón. “El algodón genera empleo para nuestros compañeros”, afirmó Eduvin. Con los nuevos ingresos mejoraron su hogar y motivaron a su hijo a estudiar en la escuela agrícola Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) de Colombia.

Hoy, Eduvin y Alix saben que su finca no solo produce algodón: también siembra cultura, orgullo e innovación. Gracias a la Cooperación Sur-Sur, las tradiciones Pijao ligadas al algodón renacen, mostrando cómo la solidaridad entre países puede transformar comunidades enteras.

Cooperación FAO – México

En la selva amazónica colombiana, donde los ríos parecen infinitos, paradójicamente el agua potable escaseaba. En la comunidad indígena de Zaragoza, las familias dependían de la lluvia o del río para beber, cocinar y lavar, lo que provocaba enfermedades frecuentes en niños y ausentismo escolar. “Mis hijos faltaban mucho a clases por infecciones estomacales”, recuerda Ángela Parente.

La situación cambió cuando llegó a su comunidad una iniciativa impulsada por el programa Mesoamérica sin Hambre, de la Agencia Mexicana de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Amexcid) y la FAO, implementado con apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia y autoridades locales.

El programa no solo hizo posible la instalación de sistemas de captación y aprovechamiento de agua de lluvia (Scall), sino que lo hizo de manera participativa: técnicos, líderes comunitarios y jóvenes indígenas aprendieron juntos a construir, operar y mantener estas plantas que hoy permiten purificar hasta 6 000 litros de agua diarios para el consumo humano.

El agua recogida en tanques se convierte en potable gracias a filtros de arena, carbón y luz ultravioleta. Cada familia llena botellones en la planta, convirtiendo el acceso al agua en una responsabilidad compartida. “Antes, recoger agua era una preocupación, ahora es un compromiso que nos une”, dice Ángela.

Con apoyo de la FAO, el modelo se replicó en otras comunidades de los departamentos de Amazonas y Guainía, incluso en zonas fronterizas. Además de prevenir enfermedades, los Scall han mejorado la asistencia escolar y fortalecido la autonomía de las comunidades, garantizando el derecho humano al agua.


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